Bioshock, ¿quién puede matar a un niño?
¿Qué tienen en común Narciso Ibáñez Serrador, Stephen King y Ken Levine? Todos ellos han descubierto el potencial inquietante y desequilibrante de los niños, las posibilidades de estos una vez que les arrancas la inicial capa e inocencia. Las ideas de los dos primeros suscitaron polémica allá por donde pasaron sus películas, y la visión del tercero también hizo mella en un medio no extraño a la violencia, pero sí a todo aquello que se sale de la norma.
Bioshock, en un principio, a pesar de sus aires novedosos y revolucionarios, parte de una historia muy manida: cuando una supuesta utopía se convierte en una distopía. Ese momento tan humano en que todo era risas y felicidad, y de repente se va al garete. Sin embargo, y a pesar de lo que intentaran vendernos, no radica ahí la gracia de este juego, es un tópico que ya habíamos visto una y otra vez tanto en el cine como en otros títulos, el más conocido, Fallout.
Esta referencia no es casual porque una de las grandes influencias en ambos títulos es sin duda la obra maestra de Interplay, y posteriormente, Bethesda. La ambientación del periodo de entreguerras en la publicidad y sus eslóganes, la música, la propaganda de corte político… coincide en ambas sagas, cambiando el desierto postapocalíptico por una ciudad secreta submarina. Sin duda es una gran diferencia, y por ello se alejan sin problema de esa fina línea que separa la copia desvergonzada del homenaje. La gran virtud es que partiendo de algo conocido y ya visto, logra hacerlo propio y convertirlo en su propio sello.
Es esa personalidad tan marcada y ese escenario tan desconcertante lo que convierte a Bioshock en un caramelito para quién busca originalidad en los videojuegos. A esto tenemos que añadirle la moral ambigua del juego, como ya se adelantaba al principio, centrándonos en especial en las Little Sisters y los Big Daddies. Es muy probable que dentro de unos años, cuando se enumeren los momentos más impactantes de los juegos de esta época, se recuerde el primer encuentro con una de las pequeñas y las sensaciones que transmite. La división entre el «es tan sólo un juego» y un montón de sentimientos conflictivos: el asco hacia los splicers, la lástima hacia las pequeñas y el terror que inspiran los papitos (más aún que el que se autodenomina así en un par de discos). Ese fondo que hace pensar, en la primera entrega sobre el libre albedrío, los límites de nuestra libertad, y una velada crítica a los sistemas económicos imperantes, y en la segunda sobre nuestro legado, y ciertas cuestiones más sentimentales sobre la paternidad; ese “algo más” que tanta falta hace a un medio a veces centrado en el entretenimiento sin más, es el elemento que falta en la ecuación para que los videojuegos puedan llegar a ser tomados en serio como algo más que un mero pasatiempo, como una manera más, tan válida como el resto, para transmitir una historia o una idea.
Pero no sólo de la ambientación y de las decisiones difíciles vive la saga de Bioshock, si no que coge un elemento que no es novedoso en los shooters en primera persona, pero logra que sea práctico y sencillo, convirtiéndolo en el elemento central de su mecánica de juego: la mezcla de armas y poderes. Es usual ver juegos en los que, aparte de soltar tiros a diestro y siniestro, podemos usar magias o altas capacidades, en este caso los plásmidos, pero no es tan común ver un título en el que esté bien implementado, y en el que nuestro arsenal sea perfectamente complementario y con elementos coherentes. La clave está en que es imposible despachar a los enemigos tan sólo con nuestros poderes, y confiar sólo en nuestro arsenal conduce irremisiblemente a la muerte. La necesaria combinación de ambos recursos, y la facilidad con la que se hace consigue enganchar y divertir, invitando a probar las distintas maneras con las que solventar los enfrentamientos.
Con todos estos elementos, no es de extrañar que se alcen voces nombrando a la saga Bioshock la mejor de los FPS de la última generación. Son frescos, originales y divertidos, saben coger las buenas tradiciones del género y combinarlas con elementos novedosos, o tratados de una manera única. Entre toda la avalancha de juegos en primera persona scriptados hasta la náusea, las aventuras por Rapture son un oasis para todos aquellos hastiados de no tener en absoluto nada que decir o escoger en el desarrollo del juego.
Sin embargo no es oro todo lo que reluce y las diferencias entre la primera parte y su continuación son patentes. Los elementos innovadores que aparecen en la apertura de la saga y que se mantienen en la segunda aparecen de la exacta misma manera, perdiendo mucho impacto, y dando una sensación de hastío y falta de ideas. No ayuda a esto el desarrollo lineal y mucho más guiado, y que la idea de ser un Big Daddy no da todo el juego que debería, porque no se consigue la sensación de meterte tras el casco de uno de ellos, quedando algo desaprovechada. A pesar de todo, el tramo final sí que logra sacar sus colores a relucir, con algunas ideas brillantes, y el sistema decisorio, que por supuesto condiciona el final, aunque es muy básico, aporta algo de originalidad. Por esta razón la crítica estuvo más dividida, entre el “aún mejor”, la digna secuela o la decepción absoluta. Jugando a ambos títulos uno después del otro, se ve que está un escalón por debajo de su predecesor, pero tiene los elementos necesarios para que seguir investigando el inquietante universo de Bioshock sea interesante.
Y ahora, a escasos días de la nueva entrega, Bioshock Infinite, ¿qué se puede esperar de este nuevo título? Renuevan la saga con una ambientación distinta, centrándose la acción en una ciudad voladora, y en una época anterior, principios del Siglo XX. A pesar de este cambio radical, se intuyen elementos que de alguna u otra manera enlazan con la historia: el cordero, Elizabeth… reforzando el aire de misterio y creando dudas y hype a partes iguales.
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